En el campo, en los viajes, en el aula, enseñar lo tengo instalado en el código genético y en la estampa de mi alma.
Mis abuelos fueron profesores, de hecho, mi abuela fue maestra de mi abuelo en la escuela en la que más adelante él también daría clases.
Mis padres fueron profesores y se dedicaron toda su vida a la enseñanza y el desarrollo humano. Cuenta la leyenda que mi madre, conmigo en panza, iba y venía a dar clases en los municipios cercanos a Torreón, supongo que su voz frente al grupo, el sonido del gis en el pizarrón y el tenso silencio a la hora de los exámenes me fue formando desde antes de nacer.
Algunos recuerdos de mi infancia me remiten a los pasillos de algunas Universidades de Torreón, a las oficinas de la Secretaría de Educación Pública y algunos centros de educación especial donde yo corría y jugaba, aún puedo escuchar el eco de los salones y auditorios vacíos.
De niño, una de las cosas que más disfrutaba en la escuela era pararme frente al grupo a exponer en clase y aunque los primeros años sólo se trataba de repetir un párrafo aprendido de memoria, poco a poco fui mejorando y adaptando las presentaciones a mí infantil estilo, recuerdo estar frente al grupo y explicar cosas simples con dibujos en el pizarrón. Dirigir los honores a la bandera (acto que era el MÁS importante y trascendental de mi infancia) era algo para lo que siempre me apuntaba (Mitotero, me decían), creo que desde muy temprano me hice fanático de la seguridad, la confianza y el refuerzo del aprendizajes que implica estar frente a un grupo.
La palabra enseñanza procede del latín insignare, que a su vez está formado por in (en) y signare (señalar). Signare proviene de signum (seña, indicación o marca), y signum viene del indoeuropeo sekw, que significa seguir. Todo ello transmite la idea de indicar una dirección a seguir.
Enseñar, compartir y facilitar es un acto de vocación y responsabilidad, es sumamente gratificante e irónicamente ingrato. Transmitir conocimientos y experiencias es un sumamente satisfactorio, en especial cuando los entes receptores (alumnos) nos hacen saber el valor y el impacto que podemos llegar a tener, aún me conmueven todas las historias de alumnos que al pasar de los años siguen recordando y agradeciendo a mi madre como docente, he sido testigo de muchos de éstos encuentros y testimonios.
Por otro lado, la enseñanza (y en especial en México) es un trabajo muy mal pagado y no hablo sólo de la remuneración económica, basta ver el titular de una nota del sitio de la revista Expansión en 2022, “Los docentes de México trabajan más y ganan menos que en otros países de la OCDE” Además de los salarios no tan gratificantes, los profesores requieren invertir incontables horas, compromiso y paciencia que muchas veces no se ve reflejada en las condiciones de trabajo o en la transformación del tejido social en algunos territorios.
A pesar de éstas condiciones, creo que los beneficios e impactos positivos superan por mucho los retos y dificultades que puede implicar ejercer la docencia. Por algo siguen existiendo miles y miles de profesores que enseñan en condiciones por demás retadoras y se levantan cada día a ejercer la imprescindible vocación de ser maestros.
Aunque no dedico mi vida profesional a la enseñanza, he tenido oportunidad de estar frente a un grupo en seminarios de maestría, talleres y cursos de capacitación y en aulas de escuelas técnicas. A pesar de que no tengo las respuestas que me gustaría tener, he acumulado un número considerable de experiencias y errores como para entender un poco cómo funciona el mundo, las personas y en específico nuestro país.
Si bien cada experiencia que he tenido frente a un grupo ha sido gratificante, hay una que me transformó profundo y de golpe, fue en África, maestra de viajeros y nómadas. Durante un tiempo estuve trabajando en una ONG dedicada a labores de educación, microcrédito y agricultura, el proyecto está ubicado en una pequeña aldea al norte de Mozambique en donde se construyó una escuela, campos de práctica y un internado para jóvenes que estudiaban ahí.
Al terminar mi trabajo del día en la oficina, no había mucho qué hacer más que bajar a la playa, leer y tocar música, el acceso a internet y otros servicios era limitado y dado que la escuela estaba a unos 200 metros de mi casa, tenía tiempo disponible. Con éste tiempo me ofrecí como voluntario para dar clases de regularización y temas de cultura general a los estudiantes del internado, tanto ellos como nosotros estábamos emocionados con la idea.
Llegó el primer día de clases, la aldea estaba tranquila y silenciosa, era de noche y nosotros repasamos algunos conceptos básicos de álgebra y trigonometría. Las clases comenzaron bien, el grupo era reducido y animado.. Pasados unos 30 minutos de clase y mientras escribía una fórmula en el pizarrón, se fue la luz, el salón quedó inundado de una profunda y densa oscuridad, yo suspiré y busqué la silla del escritorio a tientas, como pude me senté a esperar a que volviera la luz.
Apenas me senté, vi el rostro iluminado de uno de mis alumnos que había prendido un encendedor, a él se sumaron otros alumnos, un par encendió la linterna de su celular para iluminar el frente del salón, todos me veían con una cara de confusión como diciendo “¿por qué paró la clase”? Entonces me di cuenta: Yo, el profesor extranjero se rindió ante la falta de luz y suspendió la clase.
La realidad me llegó de golpe, sin intercambiar palabras, me levanté despacio de mi silla y seguí dando mi clase con un nudo en la garganta, mientras ellos iluminaban el salón. Lección aprendida, privilegio identificado.
A veces siento que he empacado de más en la equipaje de mis días, he vivido tantas y tan intensas experiencias en estos años que siento que mi vida es como una de esas maletas que no quiere cerrar, en la que tenemos qué sentarnos para ir corriendo el cierre poco a poco porque llevamos el equipaje bien, pero bien lleno. No es una queja, lo veo como un mérito.
Conforme acumulo millas de vuelo y le sumo vida a los años (como diría el ingrato Arjona) más me siento con la responsabilidad y el compromiso de compartir lo aprendido, los aprendizajes, las precauciones, las conclusiones.
Sueno como un viejo, pero es esa sabiduría que apenas empieza a asomarse a mediados de los nuevos 20's.
Hoy estuve en un escenario similar, fui invitado a ser mentor de emprendedores socioambientales en el TECHAthon CDMX, un evento organizado por CIFAR Alliance en conjunto con Paypal, New Ventures y otros. En éste “encerrón” de 48 horas, emprendedoras y emprendedoras de todo el país crean equipos para diseñar y encontrar soluciones a retos climáticos a través de proyectos e iniciativas utilizando la inteligencia artificial generativa para potenciar su impacto.
Volver a espacios de acompañamiento, aprendizaje y enseñanza es algo que me apasiona profundamente y aún más, si el espacio busca generar un impacto socioambiental profundo en México y el mundo, ésta es mi vocación, mi IKIGAI.
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