Siempre me ha parecido interesante la forma en cómo percibimos el tiempo. A veces parece una penitencia interminable y a veces pasa sin darnos cuenta.
En occidente, como sugiere Ryszard Kapuściński, el tiempo es lineal, corre en forma recta y siempre padecemos por alcanzarlo o por ser alcanzados. En África, por ejemplo, el tiempo corre de forma circular y basta con esperar el momento.
Recuerdo una gran lección sobre el tiempo y la espera que aprendí durante mis primeros días en África.
Mi llegada a Mozambique fue un tanto atropellada,el viaje me llevó desde las antillas menores a Brasil, en donde estuve “atrapado” por más de un mes.
Después de un vuelo transatlántico hasta Maputo, la capital del país, me esperaba un viaje de 3 días por carretera para llegar a mi destino final, Nacala Porto, al norte del país. El viaje fue largo para mi, tras horas en el machibombo (autobús) lleno de gente se convirtió en una emocionante peregrinación, mientras yo intentaba ajustarse al Jet Lag y con ganas de percibir todo lo posible a través de los sentidos.
Cada vehículo avanzaba durante unas horas y se detenía en alguna parada llena de tumulto en algún pueblo. Así crucé desde el sur del país hasta la ciudad de Beira, donde encontré a algunos amigos y pude descansar. Al día siguiente, continué mi viaje hacia el norte. Hasta ese momento, siempre había encontrado un autobús o automóvil listo para salir al siguiente destino, sin embargo, al llegar a un pueblo en la provincia de Nampula, las cosas cambiaron.
El machibombo se detuvo en un terreno despejado con un enorme árbol de cajú al centro.. Yo bajé un poco desconcertado cargando mi mochila y el estuche de mi guitarra y pregunté al chofer en dónde podría tomar el último autobús para Nacala, el me dijo que el siguiente machibombo llegaría ahí, sólo tenía qué esperar.
Yo, aún con la acostumbrada urgencia occidental., tomé mis cosas y busqué algo de comida en un pequeño restaurante cruzando la calle, pedí una suerte de emparedado, usé el baño y regresé a sentarme debajo del árbol para esperar el viaje, no quería perderlo.
El tiempo transcurrió y en un contexto totalmente distinto al planteado por Sabina, nos dieron las diez y once, las once y la una. No había rastro del machibombo. Fumé más de dos cigarros, me leí algunos capítulos de un libro, caminé y tomé la guitarra varias veces mientras veía a las personas pasar por la calle, aparentemente yo era la atracción. Un latino debajo de un árbol, con una guitarra y una enorme mochila no era una imagen diaria.
El tiempo corría y yo comenzaba a preocuparme, consideré la opción de buscar un alojamiento pues no parecía haber señales del viaje, a pesar de preguntar a algunas personas locales, quienes me confirmaban la versión de que ese era el lugar.
Pasaron las horas hasta que un hombre de edad avanzada se acercó al árbol donde yo estaba sentado y se sentó. Yo le pregunté si él también esperaba el machimbombo y me contestó que sí.
- Disculpe señor ¿A qué hora sale el Machibombo?
- Cuando llegue la gente
- ¿Y a qué hora llega la gente?
- Cuando el machibombo vaya a salir
- Y a qué hora sale el machibombo
- Cuando la se acerque a tomar el machimbombo
- ¿Y cuándo es eso?
- Cuando el viaje vaya a comenzar
Ahí aprendí mi primera lección de vida en África.
Noté que el hombre no traía reloj ni teléfono. Sonría de forma socarrona, pues sabía perfecto que yo buscaba una respuesta que no existía. Él se limitó a mantener la mirada en el horizonte y yo opté por sentarme a un lado de él, a esperar.
Poco a poco, algunas personas fueron llegando, casi todas llevaban alguna carga: comida, palanganas de plástico, gallinas y objetos diversos.
Casi sin darme cuenta, se había formado un nutrido grupo de personas debajo del árbol, el bullicio iba en aumento y el ánimo de la gente iba mejorando, se sentía cierta sensación de emoción y alivio. Al fondo de la polvorosa calle, un viejo machibombo de color blanco con azul se dirigió hasta el centro del terreno y se detuvo justo al lado del árbol. todos comenzamos a abordar.
En África, el sentido de la colectividad es sumamente potente, no importa si las personas son extrañas o conocidas, todos viajamos juntos.
Una de las frases de despedida más comunes entre los Mozambicanos es “estamos juntos”.
Ese último tramo hasta Nacala fue muy especial, el autobús iba saturado de gente, tres personas por asiento, algunos sentados en el suelo y otros de pie. El viaje duró unas seis horas e hizo varias paradas para subir o bajar pasajeros.
En algún momento, una madre que llevaba a sus dos hijos, subió al autobús y se dirigió hacia mí, sin mediar una sola palabra, acercó a uno de los bebés y lo puso en mis piernas, la madre se sentó en el asiento de al lado y el bebé y yo viajamos juntos durante un largo trayecto. Yo me sentí parte del colectivo por primera vez.
Después de ese día y durante todo el tiempo que viví en África, aprendí a reinterpretar mi relación con el tiempo, la espera, lo colectivo y la paciencia.
Son ese tipo de lecciones que uno aprende sólo cuando viaja.
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